Catequesis del Santo Padre
“Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días! El fragmento del Evangelio de Juan que hemos escuchado narra el
encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Lo que conmueve de este encuentro
es el diálogo tan cerrado entre la mujer y Jesús. Esto hoy nos
permite subrayar un aspecto muy importante de la misericordia, que es
precisamente el diálogo.
El diálogo permite a las
personas conocerse y comprender las exigencias los unos de los otros. Sobre
todo, es una señal de gran respeto, porque pone a las personas en actitud de
escucha y en condiciones de acoger los mejores aspectos del interlocutor. En
segundo lugar, el diálogo es expresión de caridad porque –aun sin ignorar las
diferencias- puede ayudar a buscar y compartir el bien común. Por otra parte,
el diálogo nos invita a ponernos delante del otro viéndolo como un don de Dios,
que nos interpela y nos pide ser reconocido.
Muchas veces no nos encontramos
a los hermanos, incluso viviendo al lado, sobre todo cuando hacemos prevalecer
nuestra posición sobre la del otro. No dialogamos cuando no escuchamos lo
suficiente o tenemos a interrumpir al otro para demostrar que tenemos razón.
Pero cuántas veces, cuántas veces estamos escuchando a una persona, la paramos y
decimos: “¡No!¡No!¡No es así!” y no dejamos que termine de explicar lo que
quiere decir. Y esto impide el diálogo: esto es agresión. El verdadero diálogo,
en cambio, necesita momentos de silencio, en los que acoger el don
extraordinario de la presencia de Dios en el hermano.
Queridos hermanos y hermanas,
dialogar ayuda a las personas a humanizar las relaciones y a superar las
incomprensiones. Hay mucha necesidad de diálogo en nuestras familias, ¡y cómo
se resolverían más fácilmente las cuestiones si se aprendiera a escucharse
mutuamente! Es así en la relación entre marido y mujer, y entre padres e hijos.
Cuánta ayuda puede venir también del diálogo entre los enseñantes y sus
alumnos; o entre dirigentes y trabajadores, para descubrir las exigencias
mejores del trabajo.
De diálogo vive también la
Iglesia con los hombres y las mujeres de cada época, para comprender las
necesidades que están en el corazón de cada persona y para contribuir a la
realización del bien común. Pensemos en el gran don de la creación y en la
responsabilidad que todos tenemos de salvaguardar nuestra casa común: el
diálogo sobre un tema tan central es una exigencia ineludible. Pensemos en el
diálogo entre las religiones, para descubrir la verdad profunda de su misión en
medio de los hombres, y para contribuir a la construcción de la paz y de una
red de respeto y de fraternidad.
Para concluir, todas las formas
de diálogo son expresión de la gran exigencia de amor de Dios, que va al
encuentro de todos y en cada uno pone una semilla de su bondad, para que pueda
colaborar con su obra creadora.
El diálogo abate los muros de
las divisiones y de las incomprensiones; crea puentes de comunicación y no
consiente que uno se aísle, encerrándose en el propio pequeño mundo. No lo
olvidéis: dialogar es escuchar lo que me dice el otro y decir con mansedumbre
lo que pienso yo. Si las cosas son así, la familia, el barrio, el puesto de
trabajo, serán mejores. Pero si yo no dejo que el otro diga todo lo que tiene
en el corazón y comienzo a gritar –hoy en día se grita mucho– no irá a buen fin
esta relación entre nosotros; no irá a buen fin la relación entre marido y
mujer, entre padres e hijos. Escuchar, explicar, con mansedumbre, no ladrar al
otro, no gritar, sino tener un corazón abierto.
Jesús conocía
bien lo que había en el corazón de la samaritana, una grande pecadora; y a
pesar de eso no le negó que se pudiera expresar, la dejó hablar hasta el final,
y entró poco a poco en el misterio de su vida. Esta enseñanza vale también para
nosotros. A través del diálogo podemos hacer crecer las señales de la
misericordia de Dios y convertirlas en instrumento de acogida y de respeto”.
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